Antropología pública, dos líneas de debate tras el congreso de la FAAEE

‘La antropología ibérica en el siglo XXI’ fue el lema del congreso de antropología celebrado en León semanas atrás (6-9 de septiembre) y que resultó un buen pretexto para abordar las transformaciones que la antropología en particular, como otras ciencias sociales y humanas, habrán de afrontar ineludiblemente (o que de hecho ya afrontan) en los próximos años: en sus organización interna, en sus prácticas epistémicas, en sus modalidades de circulación del conocimiento y en su relación con la sociedad. Además de las discusiones sobre la situación actual de la disciplina, los debates formales e informales gravitaron a menudo sobre el concepto de antropología pública. En más de una ocasión se reconoció la limitada presencia pública de la antropología y el desconocimiento social generalizado que existe sobre la disciplina. En un intento por ampliar el debate del congreso ahí van unas notas que abordan dos cuestiones que constituyen modos específicos de articulación de la antropología pública: de un lado la reflexión sobre la Open Science (específicamente el Open Access) y del otro lado la ética de la investigación. Si la primera no se mencionó en el congreso la segunda se señaló explícitamente en la asamblea de la FAAEE y en algunos simposios. Para ambos dominios, Internet y las tecnologías digitales ofrecen considerables posibilidades para experimentar con modos de articular la antropología pública en nuestro presente, y sin duda merecería la pena explorarlos.

Han pasado ya casi 10 años desde la declaración de la ‘Budapest Open Access Initiative’ (2002) que junto con la ‘Berlin Declaration on Open Access to Knowledge in the Sciences and Humanities’ (pdf) constituyen los dos primeros referentes del Open Access, un movimiento que desde entonces promueve algo tan simple como el acceso a los contenidos publicados en revistas académicas, y progresivamente a capítulos de libros y monografías también. El escollo a salvar es el control rígido que las grandes casas editoriales detentan sobre publicaciones académicas  muy a menudo con unos precios desorbitados. El debate que se desarrolló hace un año sobre la decisión de la AAA (American Anthropological Association) de encargar la edición de sus publicaciones a la editorial Wiley-Blackwell da cuentas de las implicaciones que tiene ceder esa responsabilidad desde las instituciones de la disciplina a empresas privadas (puede leerse en Savage Minds así como las reflexiones sobre el Open Access que Chris Kelty, Michael M. Fischer y otros cinco antropólogos realizaron en la revista Cultural Anthropology en 2008). Pero lo que me interesan no son los argumentos inagotables sobre las dificultades de lograr que el sistema de publicación académica vire hacia la Open Science. Lo singular y paradójico es que mientras las instituciones políticas (la Comisión Europea, el Gobierno de EE UU o decenas de universidades de todo el mundo) hacen denodados esfuerzos por establecer políticas obligatorias de Open Access para las investigaciones financiadas con dinero público, el secretismo y la dejadez en lo que se refiere a la difusión del conocimiento impera en las prácticas cotidianas de muchos investigadores/as. El último de estos gestos es la creación de repositorios institucionales de e-prints en universidades estadounidenses que establecen como obligatorio el envío de borradores de artículos aceptados para su publicación (véase por ejemplo la reciente decision de la Universidad de Princeton).

Pero mientras que la Open Access nos habla de grandes infraestructuras y propuestas políticas de gran alcance que promuevan la apertura y el acceso al conocimiento sancionado por las publicaciones especializadas y financiado con dinero público, las cotidianidad de muchos investigadores e investigadoras sigue ignorando completamente todo lo que se refiere a la difusión  de su conocimiento. Como si con enviar a una revista un determinado artículo fuera suficiente y no requiriese de mayor trabajo por nuestra parte. Produce desesperación comprobar lo enormemente difícil que resulta localizar la producción científica de tantos investigadores/as que no ofrecen datos de su producción y menos aún ponen a disposición copias de los originales, pre-prints o post-prints de sus trabajos. Una dejadez que pasa por no utilizar los repositorios institucionales para e-prints de sus universidades, no ofrecer indicios de su producción en sus páginas web institucionales, menos aún utilizar una página web personal o algún servicio como Academia.edu. Creo que resulta necesario abrir un debate sobre este asunto porque forma parte de la responsabilidad ineludible de un académico/a realizar el esfuerzo por hacer circular el conocimiento que ha elaborado gracias al dinero público. Es una práctica que deberíamos reconocer como imperativa y que es exigible por parte de las universidades, en tanto financian su actividad; lo mismo que por su pares y los ciudadanos, que tienen derecho a acceder al conocimiento producido. Y sobre todo, es una práctica de transparencia investigadora y un modo de articular, para el caso de la antropología, su responsabilidad pública en ese nuevo espacio que es Internet.

Internet, un espacio de experimentación que se abre no sólo para la circulación del conocimiento sino para la experimentación con modos de articular institucionalmente la responsabilidad ética de la investigación en la antropología. La reflexión sobre este asunto ha cobrado un creciente interés en los últimos años en la antropología, aunque la literatura en este ámbito es inexistente en España, como decía Margarita del Olmo en la introducción del reciente volumen que editaba sobre este tema (‘Dilemas éticos en antropología. Las entretelas del trabajo de campo etnográfico’). Desde hace varias décadas esta preocupación ha tomado forma institucional a través de dos mecanismos principales: comités y códigos éticos. Dos mecanismos que han sido criticados duramente por hacer de la ética un asunto legalista. En ese contexto y teniendo en cuenta el incipiente debate que comienza desarrollarse en España una de las tentaciones pasa por solventar la cuestión de la ética elaborando códigos para la disciplina, o puede aprovecharse la oportunidad que se abre para experimentar y explorar otros formas de articular institucionalmente la responsabilidad ética en la investigación antropológica.

Una posibilidad que resulta más deseable cuando tenemos en cuenta los debates que en EE UU muestran las complicaciones planteadas por comités institucionales de ética (IRB, Institutional Review Boards) y que ha desencadenado un auténtico enfrentamiento a causa de las limitaciones que esos comités imponen a muchos proyectos de investigación; unas limitaciones que en ocasiones se deben más a desavenencias metodológicas antes que a una falta de sensibilidad ética o una ausencia de responsabilidad por parte de los investigadores sometidos a revisión. La aparición de los comités de ética en universidades y facultades en España y la reciente decisión en la Ley de la Ciencia de crear un comité de este tipo puede hacernos pensar en las dificultades que, especialmente los antropólogos/as, atravesarán debido a las particularidades metodológicas de la etnografía frente a otras metodologías de investigación y disciplinas. Y aunque una cosa es un código y otra es un comité ético, los códigos resultan tan problemáticos como los primeros. En un artículo que Alberto (Corsín) publicaba con Ian Harper titulado ‘Towards interactive professional ethics’, los dos señalan que los códigos éticos “externalizan” la ética de la investigación y abogan justamente por explorar modos de ‘ética interactiva’ utilizando las posibilidades de Internet. Cabe preguntarse, entonces, ¿por qué elaborar un código ético en lugar de abrir un foro sobre la ética en Internet?, o ¿por qué un comité de revisión habría de ser más efectivo que una revista sobre la ética de la investigación antropológica? En realidad no son asuntos incompatibles y la AAA en sus primeros pasos en la institucionalización de la ética y mientras redactaba su código mantenía un espacio de discusión de este tipo donde se recogían y discutían problemáticas éticas que se distribuían después en su newsletter.

La diferencia que hay entre un código de ética y un foro en Internet de discusión sobre la ética de la investigación, o entre un comité ético y un comité editorial (de una revista sobre ética) es que los primeros hacen de la ética un espacio legalista en su articulación institucional mientras los segundos hacen de ella un espacio epistémico para la producción de conocimiento. Los primeros establecen normas o valores que han de ser respetados, los segundos habilitan un espacio para explorar cuáles son las normas y los valores que deberíamos respetar. Un código ético, como mucho, debería ser un efecto de un debate amplio sobre los modos de articular las múltiples dimensiones de nuestra responsabilidad ética como investigadores y académicos, pero nunca debería ser un destino. Solo dos de los temas posibles con la intención de abrir el debate sobre nuestra disciplina.

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