Iniciativas ciudadanas: desbordes de la cultura
Hace cinco años que comenzamos a aproximarnos a lo que está ocurriendo en Madrid como investigadores interesados por la manera como la ciudad se estaba transformando. Con el tiempo acabamos atrapados en ese contexto de reinvención urbana en el cual nuestra manera de investigar sufrió una importante transformación: convertimos a nuestras contra-partes en co-investigadores, pares que nos ayudan y enseñan a pensar la ciudad. La trama por la que hemos deambulado recorre instituciones culturales como Medialab-Prado e Intermediae y se detiene en espacios resultado de la intervención de vecinos y urbanitas: El Campo de Cebada, Esta es una plaza, La Tabacalera de Lavapiés, la Red de Huertos Urbanos de Madrid (Rehd Mad!)… Es una visión muy parcial de la ciudad, pero no por ello menos fiel a la efervescencia política y creatividad urbana que la atraviesa en estos años.
La situación legal de esos espacios e infraestructuras ciudadanas ha resultado de momentos oportunistas y azares del destino y este asunto se ha convertido en una preocupación creciente en ellos. Unos han logrado convenios de cesión del suelo o los inmuebles que los acogen, otros tienen autorizaciones temporales y gratuitas, y algunos se encuentran en limbos legales de difícil definición. Desde hace varios meses, personas y colectivos involucrados en ellos trabajan para definir un marco de relación con la administración que les dote de estabilidad y seguridad legal y despliegue las condiciones para que otros nuevos proyectos puedan desarrollarse.
Ese esfuerzo tiene un precedente concreto: el acuerdo de regularización de una docena de huertos que firmó la Red de Huertos Urbanos de Madrid con el ayuntamiento este año 2015. Un logro que no sólo ha dotado de cobertura legal a esas intervenciones vecinales sino que ha alumbrado en su esfuerzo nuevas formas de interlocución con la administración pública. Los huertos evidencian además una manera distinta de habitar la calle, que no es representada por el jardín que pacifica la ciudad sino por el huerto que la rediseña. Lo que muchos de esos proyectos ponen en juego, como los huertos urbanos, son ejercicios de intervención en el diseño de la ciudad que redefinen sus ecologías, infraestructuras y conocimientos; proyectos que experimentan, de una manera radical, con la condición de lo urbano.
Cuando esos espacios se personan ante la administración lo hacen normalmente bajo el marco de la práctica cultural, la propuesta lúdica o el registro de lo vecinal. Can Batlló es un ejemplo paradigmático, un bloque dentro de un recinto fabril en el barrio de Sants de Barcelona que desde 2011 es gestionado por los vecinos. El documento legal que sella el acuerdo describe el proyecto a partir de “actividades culturales y recreativas de interés público y social” y dice que sus objetivos son “potenciar la vida asociativa del barrio, promover los servicios y actividades de interés ciudadano y potenciar los actos culturales”. En términos similares, el acuerdo que La Casa Invisible de Málaga tenía con el ayuntamiento describía a esta como una “iniciativa cultural”. Ciertamente nos encontramos con proyectos culturales, atravesados por lo lúdico y donde la condición vecinal es un pilar clave. Pero siendo descripciones fieles son también completamente insuficientes, porque lo que traen de nuevo a la ciudad es mucho más que lo que pone en juego un teatro o un museo, un parque infantil o una pista de petanca, una asociación o un local vecinal. Esos proyectos ciudadanos desbordan ampliamente el marco de la cultura.
Hace tiempo que los gobiernos municipales se han dado cuenta de sus limitaciones para gobernar la ciudad. Se equipan de infraestructuras que recablean nuestras calles y plazas con la esperanza de dar solución al tráfico congestionado o atmósferas contaminadas; en otras ocasiones promueven la creatividad o tratan de dotar de inteligencia a la ciudad. En cualquiera de los casos, la mayor parte de las veces son planes movidos por las preguntas de siempre. El desafío que la ciudad nos plante actualmente no es simplemente una mejor gestión, tampoco una mayor inteligencia, ni un aumento de la creatividad o más infraestructuras digitales. El desafío que la ciudad contemporánea parece lanzarnos es cómo ser capaz de pensarla en nuevos términos. No se trata de encontrar respuesta a las preguntas sabidas sino de ser capaces de construir otras nuevas. Y si hay lugares donde se están alumbrando nuevas preguntas son esos espacios donde se ponen a prueba la condición misma de lo urbano, la definición de sus ecologías y las infraestructuras y metodologías que necesitamos para aprender a aprender ciudad.
Para dar cuenta de cómo esos proyectos experimentan e investigan con la naturaleza de lo urbano podemos recurrir al lenguaje pálido y aburrido de la I+D (ciudadana) o a la jerga chispeante y vacía de la ciudad digital e inteligente. Pero más que eso, creo que necesitamos un nuevo vocabulario para nombrar esas iniciativas que mediante el despliegue de infraestructuras ciudadanas liberan capacidades pedagógicas de la ciudad que desconocíamos. Necesitamos nuevo vocabulario para nombrar a esa ciudad que se reinventa, porque pensarlo únicamente desde el registro de lo lúdico, la cultura o lo vecinal sería reducir su valor y limitar su alcance político. No importa lo pequeños que sean esos proyectos porque sabemos que el valor de un laboratorio no se mide por el tamaño de su instalación sino por las dimensiones de las preguntas que nos plantea. Y hay algo de lo que no me cabe ninguna duda: esos proyectos están alumbrando preguntas descomunales para la ciudad que nos ayudan a repensar nuestro habitar en común al tiempo que redefinen los contornos de ese nosotros.
El corolario de todo esto es sencillo. Quizás va siendo el momento de presentarse en nuevos términos cuando interpelamos a la administración y no recurrir a la sencilla coartada de lo cultural o lo artístico porque de la misma manera que eso abre algunos espacios de autonomía cierra otros de excepcional relevancia. Ciertamente podemos pensarlos desde una perspectiva cultural, pero si hay una cultura de excepcional valor que es alumbrada en esos lugares esta es una cultura de la experimentación. Y no es una metáfora la utilización de la figura del experimento sino una descripción fiel que pretende poner las prácticas propias de esos lugares en relación con las múltiples culturas de la experimentación (en ciencias naturales, pero también en arte y determinadas tradiciones de las ciencias sociales). A poco que uno atienda a las formas de registro y de archivo, a la manera como el espacio público urbano es amueblado y dotado de nuevas infraestructuras, o que prestemos atención a los sofisticados circuitos por donde corren los aprendizajes que se generan, no es difícil distinguir y describir en términos experimentales lo que ahí ocurre: comunidades epistémicas experimentales.
Los científicos/as sociales podemos aportar aquí nuestra pequeña contribución, porque los estudios sociales de la ciencia y la tecnología han demostrado desde hace varias décadas que el conocimiento sólido y fundado ya no es producido únicamente por las instituciones convencionales: universidades, academias, centros de investigación… sino que es elaborado también por activistas, asociaciones de vecinos y ciudadanos que se preocupan y producen nuevo conocimiento sobre su cuerpo, la ciudad o el medioambiente. Nos encontramos, literalmente, ante culturas que alumbran nuevas realidades y engendran nuevas preguntas. Estamos ante espacios de experimentación urbana, que dan otra vida a lo que significa experimentar y que debieran ser considerados en esos términos por las administraciones públicas, con todo lo que eso conlleva.
Imagen: La Casa Invisible de Málaga (autora: La Casa Invisible).