¿Qué se puede y no se puede decir en Internet?

¿Qué se puede y no se puede decir en Internet? Hacia una ética del ruido

Hay una doble y feroz ironía en el salvajismo y la gratuidad con que se ha linchado a Guillermo Zapata este fin de semana.

Los tuits por los que los grandes medios de comunicación y partidos políticos se han lanzado a pedir la cabeza del ya ex-Concejal – operación orquestada, cabría añadir, con delatora urgencia – formaron parte en su día de una conversación mucho más amplia y matizada sobre los límites de la tolerancia en, ¡oh, coincidencia!, la sociedad del espectáculo y los fast/mass media.

¿Qué se puede y no se puede decir en la sociedad digital?, venía a preguntarse entonces Zapata. ¿Quiénes son nuestros públicos, cuáles nuestras etiquetas y convenciones, con qué recursos comunicativos y retóricos construimos un espacio de entendimiento pero también de conflicto y polémica?

De aquellos polvos vienen estos lodos.

Del affaire Zapata, sin embargo, parece que la única lección que hemos extraído es que en Internet hay cosas que se pueden decir y cosas que no; que hay líneas infranqueables, a un lado de las cuales caen el honor, la responsabilidad o la decencia, y al otro lado de las cuales quedan la deshonra, la injuria y la barbarie.

Qué feroz y perversa ironía, entonces, que nos hayamos hecho eco de esa pregunta, la pregunta sobre qué clase de espacio público sean las redes digitales, abandonándonos a los dictámenes inquisitoriales de un juicio sumario y condenatorio, y abandonando, por otro lado, el desafío tan necesario a que nos invitaba la interrogación.

De la pregunta “¿Qué se puede y no se puede decir en Internet?” hemos optado por confrontar, no el problema sino el expediente regulador – esto sí, esto no, tú a este lado, tú al otro –, del cual, por cierto, los grandes medios de comunicación son juez, causa y parte.

Qué sociedad tan estéril y triste, tan derrotada, la que opta por el grito y la pedrada, por el juicio y la sanción, como imagen y espejo de la complejidad.

Vayamos por partes.

1. La esfera pública digital no existe.

Ayer Adolfo escribió un texto en el que recogía las evidencias empíricas que desde las ciencias sociales han demostrado las insuficiencias de las categorías “público” y “privado” para dar cuenta del tipo de comunicaciones que se produce en el medio digital. En la red, nos decía Adolfo, esa distinción queda confundida: no existe un público, ni existe una privacidad. Cuando menos existen varios públicos (en plural), cada uno con sus etiquetas, sus convenciones, su archivo de conversaciones e historia de pensamiento. Del mismo modo, existen grados o modelos de privacidad, que se han ido negociando de a poco para cada una de esas conversaciones.

Tenemos por costumbre referirnos a la ‘red’ como un ente abstracto, etéreo, accesible y abierto. Un ente, por tanto, radicalmente público: en la amplitud de su apertura a la participación, y en la radical exposición y visibilidad de las posiciones que allí se adoptan.

Pues bien, no lo es.

La red está atravesada de divisiones y brechas: de acceso, de género, de lenguaje, de inteligibilidad, de competencias. La red es pura diferencia, y si de algo da muestras no es de la ‘pluralidad’ de nuestro espacio comunicativo sino, más bien, de que la nuestra es una política ‘post-plural’: donde las formas políticas no se caracterizan por tener ésta o aquélla identidad (digamos, ser de derechas o ser de izquierdas, ser pro-vida o pro-aborto) sino por estar abiertas a la emergencia de problemas. La política en red es, por encima de todas las cosas, capacidad de problematización.

Tanto es así que en ciencias sociales hemos dejado de hablar de la red como un espacio público digital. Este es un concepto heredado del liberalismo político y la razón comunicativa (la famosa esfera pública de Habermas) que hoy sabemos no ayudan a pensar la cultura política en la era digital.

2. Redes, causas, infraestructuras, ecologías

Si no hay esfera pública, ¿qué es lo que hay? Hay problemas y modos de problematización.

Hay redes, como nos lo han hecho ver Manuel Castells o Tiziana Terranova: sistemas entrelazados de información y comunicación que redefinen las formas, los lugares y los tiempos que nos damos unos a otros para entendernos y para actuar. La cultura de estas redes no es ni mucho menos benigna o neutral: hemos visto nacer y extenderse regímenes de trabajo intemporales, donde la información sustituye al reloj como medida de la extenuación, y el valor de los cuerpos se desvanece en el fulgor de transacciones inmateriales. Desaparecen las faces y aparecen interfaces; se difuminan los contornos de la biopolítica y van adquiriendo expresión ciertas formas de política molecular.

Hay causas, como las llama Noortje Marres (en inglés, issue-politics): el punto de encuentro que hace converger a un grupo de personas en torno a la defensa – la causa – de un asunto que les concierne. El imaginario judicial que el concepto de ‘causa’ invoca es provechoso, pues las causas ganan en potencia a medida que van construyendo su ‘expediente’. Para ello se requiere la suma de habilidades varias: lenguajes técnicos y legales, peritajes y aportaciones expertas, conocimiento sobre procedimientos administrativos, cintura política y burocrática, diplomacia en y fuera de las redes, manejo de distintas temporalidades y retóricas: las del adversario y las del benefactor, las del perito y las del político, las del aliado estratégico y las del aliado táctico, y por supuesto, las de del público-espectador, la audiencia televisiva, el oyente radiofónico, el paseante distraído. Más que una lucha, una causa es el sistema vivo de todos y cada uno de esos arrastres. Hoy no hay causa que no se arrastre también por los medios digitales, que no horade apoyos y adhesiones a través de la red, pero su supervivencia – la capacidad que tenga su expediente de dejar ‘rastro’, de arrastrar – excede con creces el entorno digital.

Hay infraestructuras, que no son otra cosa que la forma que asumen ciertas causas en su despliegue técnico-material. Pues efectivamente hay causas que se nos dan a conocer como y a través de sus infraestructuras. Por ejemplo, el software libre. El software libre es al tiempo una comunidad digital (los desarrolladores y usuarios que comparten y trabajan con código libre) y un bien común, pero sobre todo es una infraestructura, en este caso la arquitectura del sistema que se despliega y soporta – que corre por debajo, que infra-estructura – las capacidades comunicativas y los protocolos de acceso y reproducción del programa y de la comunidad. Dicho de otro modo, el software libre es un ‘público recursivo’ (Chris Kelty): una comunidad de personas que auto-organiza su reproducción como infraestructura.

Y hay, claro, ecologías, como han descrito Matthew Fuller o Jussi Parikka, de imágenes y textos, código y algoritmos, de irrupciones y disrupciones mediáticas, que se pliegan unas sobre otras, que a un tiempo truncan pero también desdoblan y posibilitan relaciones nuevas, cuya fuga a veces colisiona en un ruido blanco insoportable, el zumbido de un enjambre, que nos envuelve y nos marea, y nos hace vulnerables, pero a veces, también, nos despierta.

3. Ética del ruido

Y pensábamos que el bien y el mal, lo prudente y lo imprudente, el progreso y la barbarie, eran posiciones a sancionar en el espacio público de la razón comunicativa… Pero, ¿y si viviéramos en un enjambre?

El ruido blanco de un enjambre, el zumbido de millones de vibraciones, de roces, de encuentros y, también, de muchos desencuentros.

Qué esterilidad, y qué derrota, dejar pensar la sociedad digital a inquisidores y verdugos. La sociedad del archivo, la sociedad de la memoria más prodigiosa jamás vista, en manos de incendiarios.

Si hay una sensibilidad que la complejidad de nuestra sociedad demanda hoy, esa sensibilidad debe pasar por la ética del ruido y del archivo, la sensibilidad del afinador y el historiador, también, ¿por qué no?, la del apicultor: escuchar, esperar, probar, tantear, cuidar, curiosear, buscar relaciones, leer, y seguir leyendo, buscar más relaciones todavía, preguntar, crear conexiones y contextos, deshacerlos, volver a hacerlos. Habitar mundos complejos.

Qué pobreza, y qué derrota, dejar que nos arrastren de vuelta al espacio público del oprobio y la razón.

Somos enjambre y hacemos ruido.

 

 

 

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